De niño yo quería ser negro. La idea me vino por el estribillo de una conocidísima canción que aseguraba que “todos los negros tomamos café”[i][i]. Ergo, yo quería mi tacita de la aromática infusión: no me conformaba con la ancestral costumbre de los padres cubanos de dejar el poso del café para que los niños puedan sorber el azúcar que quedó sin diluir. Después fui creciendo y se me quitaron las ganas (de ser negro, no de tomar café), pues la sociedad en que vivía, pese a declararse, por decreto, ampliamente inclusiva, mostraba velados rasgos racistas. Hoy no me importa el tema del color de la piel, pues sé que uno es como no puede dejar de ser: en mi caso, con una piel blanca que acepta a las bravas el inclemente sol del trópico y unos genes más cercanos al tipo negroide que al caucásico.
Sin embargo sigo siendo un adicto al café. Pero no a cualquier café, sino al llamado cubano, aunque el grano sea costarricense, filtrado con una máquina italiana y expendido por una bella brasileña en cualquier aeropuerto del mundo. En dos palabras, que aunque en Cuba se siembra café de la variante arábiga desde 1769, y de que a altitudes entre 350 y 750 metros se consigue en la isla granos de innegable calidad, lo característico del “café cubano” es la torrefacción, que lo hace fuerte, con un aroma poco afrutado y un grado de acidez que no ofende al paladar. Y claro, si el grano es de los sembrados en las lomas del oriente de Cuba, entonces muchísimo mejor.
Hoy el cubano de a pie toma “café mezclado”, una herejía para cualquier cafetómano que se respete. La producción ha decaído muchísimo en las últimas décadas (en el Siglo XIX el país fue el principal exportador del mundo). Se mezcla con chícharo en el proceso de tostado y luego se muelen unos y otros granos al unísono. La gente en la calle dice, con sorna, que así es más alimenticio, pues de su colado resulta una mixtura de infusión con potaje: aviva los sentidos y nutre. Pero lo cierto es que cuando no se vigilan las “sagradas proporciones” la cafetera (conocida como greca en otras latitudes) puede convertirse en una bomba de bajo poder explosivo, ya que se tupe la rejilla por donde debe filtrarse el vapor.
Para los cubanos el café es un rito y un componente de su identidad. No puede empezar el día sin un “buchito” bien fuerte. Uno puede seguir el paso de la noche hacia el amanecer en la ciudad por el creciente aroma del café. No hay visita sin invitación a café, ni fin de comida feliz sin ese sorbo cargado de reminiscencias culturales que baja rápido y se mantiene por horas en el gusto. Hasta tenemos varias ruinas de haciendas cafetaleras considerados por la UNESCO patrimonio de la humanidad (muchas ubicadas en Las Terrazas), y una Fiesta del Café, que se realiza cada noviembre en el simpático poblado habanero de El Wajay.
Recientemente leí que el 3% de la población mundial padece de alucinaciones auditivas. Esta patología puede potenciarse con el aumento del consumo de cafeína. La ciencia viene a corroborar lo que ya sabía: la quinta taza del día está cargada de… murmullos.
[1][i] Tango congo del cubano Eliseo Grenet.
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