Siempre al regreso de algún viaje al exterior, lo primero que me preguntaban mis padres, sentados todos alrededor de la mesa familiar, era cómo y qué había comido. Después de que les hiciera un relato detallado de mis “aventuras” gastronómicas, entonces podía pasar a informar sobre otros tópicos. En muchas ocasiones había poco que contar, bien porque los viáticos de miseria no daban más que para algunos insignificantes bocadillos, bien porque el “albertestgue” en el exterior resultaba la casa solidaria de algún filocubano que se empeñaba en poner a toda hora la Guantanamera y en guisar –muy mal, por cierto– lo que él creía eran los exóticos platos de la Isla. Entonces yo ponía algo de imaginación y les ofrecía a mis padres un banquete virtual, con entrantes, sopas, platos fuertes y postres. ¡Ah!, y algún vinito de abolengo, blanco o tinto, según lo exigieran los manjares.
Ellos, isleños impedidos de “zapatear la lejanía” y en otra época inquietos viajeros, ahora veían rostros y paisajes a través de mis ojos, pero, sobre todo, comían con mi boca.
Tales reuniones, casi siempre en domingo, solían durar hasta tres horas, y terminaban invariablemente de la misma manera: mi padre hacía un recuento de los gustazos que se había dado en su pasado de trotamundos, y mi madre recordaba los ridículos precios de los alimentos en otros tiempos; su pregón preferido –que venía de la niñez, allá por 1930– era: “¡cinco pollos por un peso!”. Lo que caía muy a cuento, pues lo que tocaba ese día era precisamente un arroz con pollo elaborado, en lo fundamental, a base de imaginación, pues de todo escaseaba: el arroz, los condimentos y, por supuesto, el pollo.
De modo que aunque para el cubano comer sigue siendo un placer, resulta, sobre todo, una añoranza de la libre elección, de la diversidad y la cantidad que –quizás embelleciendo el pasado– le contaron sus mayores. En muchas casas a la encargada de la cocina, que es casi siempre la madre, le llaman la maga, pues cada día debe sacarse de la manga lo que luego pondrá en la mesa, por lo regular recibido con protestas de los comensales, que quisieran algo mejor, más abundante o distinto a los que les “tocó” ayer…
Cada vez que regreso de un viaje, no puedo dejar de recordar a mis padres. Mi hija, luego del efusivo intercambio de besos y regalos, siempre termina por preguntarme lo mismo: “¿qué comiste?”.
[i] Paráfrasis de un verso del poeta cubano Eliseo Diego.